El desentierro

José y Luis vivían en Loncopué. Vivían es un decir. Residían, digámoslo. Hijos de doña Eustaquia, no se les conocía padre.

Siempre fueron muy unidos. En las buenas y en las malas.

En realidad, no se les conocían muchas buenas. Tuvieron que criarse a los tumbos, con la ayuda de vecinos, porque doña Eustaquia, para parar la olla, trabajaba de sol a sol fuera de la casa.

La mamá siempre decía que hacía lo que podía.

Cuando chicos porque eran muy traviesos, de adolescentes porque se ensoberbiaban a menudo.

Vivían en una casa grande y agrandada, de los padres de doña Eustaquia, donde se fueron sumando, menos veces de las necesarias, nuevos ambientes para alojar a los miembros de la familia ampliada. Ampliada y numerosa. Abuelos, tíos, primos, sobrinos, todos en el montón.

José y Luis eran inseparables. Juntos fueron víctimas del maltrato de muchos cercanos.

Y no solamente familiares. Los vecinos afectados por alguna travesura también reaccionaban duramente y la espalda de los hermanitos daba cuenta de los azotes que propios y extraños les prodigaban con total desmesura.

Le hacían al alcohol. Como todos los familiares, por otra parte.

De pequeños compartían el vino y la cerveza de los mayores. También la chupilca, y de
vez en cuando bebidas blancas. A nada le hacían asco.

No duraban en la escuela. Repitieron algunas veces y después ya ni intentaron. Ante la
impotencia de doña Eustaquia y la indiferencia del resto de la familia.

Como era de esperar, se mezclaban en las frecuentes rencillas, de la parentela y de las otras. Muchas veces, ya adolescentes, dieron con sus huesos en las celdas de contraventores, y ligaron encierros progresivamente mayores.

No se les conoció trabajo fijo. Sí frecuentaban el grupo de los changarines cuando se quedaban sin un peso para la toma y no les funcionaba el fiado.

Doña Eustaquia se desesperaba intentando reformarlos, pero siempre sus esfuerzos fueron insuficientes.
Recurrió al hospital, al juez de paz, a las maestras de la escuela.

En general era escuchada, porque nadie ignoraba su drama, pero los intentos por ayudarla también fueron en vano.

Por todo eso no fue de extrañar que José, el mayor de ellos, en una de las frecuentes peleas que protagonizara, recibiera un cuchillazo en el abdomen y otro en el tórax.

Cuando lo llevaron al hospital era tarde.

Luis no se separó de él. Llamativamente, durante todo el velorio regó su cuerpo de modo reiterativo con el vino que consumía. Entretanto musitaba frases que nadie entendía.

El entierro fue esa misma tarde. No daba para más la cosa.

A la noche Luis no volvió a su pieza. Refieren algunos vecinos que deambuló por las calles del pueblo. Solo se detenía para amenazar a los gritos a quién se le cruzara.

A la mañana siguiente, la policía se hizo presente en la casa, con la indicación a doña Eustaquia que debía pasar por la seccional para retirar a su hijo. Que nuevamente estaba preso.

A la madrugada lo sacaron del cementerio cuando cavaba la fosa donde estaba enterrado su hermano. Luego de mucho trajinar, descubierto el cajón, había comenzado a romper a martillazos su tapa.

Al recuperarse parcialmente de los efectos del alcohol, intentó explicar el sentido de su conducta:

– Lo tenía que llevar a casa. Yo lo quería mucho. No le iba a gustar que lo abandone. Y yo lo quería mucho.

Fue internado en el hospital., de donde se fugó sin completar su cura de desintoxicación.

No alcanzó a desenterrar nuevamente a José.

Encontraron su cuerpo colgando de una soga en la acacia del fondo de su casa.

A su modo, siguió buscando a José.

Autor

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *