El exorcismo motoquero

Según la opinión de algunos lugareños, Junín de los Andes era un pueblo de uniformados: milicos, policías, curas y monjas. Y entre todos te quitaban la libertad.

Son puntos de vista, claro.

No pensaban lo mismo la pléyade de motoqueros que se daban cita en el lugar todos los febreros de cada año.

Arribaban de muchos y diversos puntos del país cabalgando sus bólidos de dos ruedas (en realidad algunos de tres, los que incorporaban los clásicos sidecars). Parecían ellos también uniformados, con sus relucientes botas y camperas de cuero negro, indiferentes a la calidez estival, con cascos en los que se inscribían los dibujos más insólitos, tachas por todos lados que incluían espacios de piel, y además tatuajes esotéricos. Y como haciendo juego, las motoqueras no les iban en zaga.

Aquella tarde habían invadido, una vez más, el centro de Junín de los Andes. Se sucedían las Norton, las Harleys, Guzzi, Honda, Suzuki y las BMW. En masa, con los escapes roncando a todo trapo, aceleradas por aquí y por allá, virajes tan rotundos como vistosos, y todo el circo que caracteriza estas movidas.

El Centro de Turismo, al lado del museo, se había colmado como por arte de magia. De la confitería salían nuestros visitantes con los porrones llenos de cerveza en dirección a la plaza, donde previamente se habían instalado mesas y sillas. Todo para el disfrute del paladar y la mente.

El olor a porro se registraba a buena distancia, ayudado por la quietud imperante. Ni la brisa se animaba a aparecer.

Por allí algunos vomitaban, por allá se escuchaban un par de emisiones flatulentas. Las carcajadas y los gritos atronaban el espacio, quizás más que el rugir de los caballos de acero.

De repente, doblando la esquina, exactamente sobre el Centro Cultural, una escena de hondo contenido surrealista. Ni que los hubiera mandado André Breton.

Un trío por demás impactante. En el medio, un atildado anciano de blanca barba, con un bastón con mango de plata, de estricto traje oscuro, portando en su mano derecha un rosario. Lo acompañaban dos damas tomadas del brazo, también de avanzada edad, con vestidos sastre de tinte oscuro, persignándose y orando. Una de ellas con un inciensario basculando, en el afán de exorcisar el pecaminoso ambiente.

El semblante demudado de los motoqueros fue el reflejo de la inquietud que penetró en el interior de sus personas.

Y luego, ya nada fue igual.

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