El fantasma de CEFYP

Era la década del ochenta. Decidí, no sin esfuerzos, realizar una capacitación en Terapia Sistémica Familiar.

El desarrollo de la tarea psicosocial que iniciara con la movida en alcoholismo me lo exigía.

Luego de diversas averiguaciones, solicité y obtuve una formación en el viejo CEFYP (Centro de Familia y Parejas), legendaria institución, entonces en la calle Serrano, donde no solo obtuve una formación que me habilitó para mejorar mi tarea psicosocial, sino que me permitió conocer y hacer amigos que persisten a través del tiempo.

Todos ellos colaboraron para que pudiera desasnarme en el tema, cosa nada fácil, por otro lado. En años sucesivos concurrí a dicho espacio formativo y recibí muchas veces, además, la visita de mis docentes y amigos.

Asimismo, hoy, un montón de años más tarde, compañeros de las redes en las que participo continúan formándose con dicho equipo.

Para los no iniciados, en este sistema de trabajo se utiliza permanentemente, con fines docentes y asistenciales, lo que se llama Cámara de Visión Unidireccional, que es algo así como un espejo de un lado y del otro un vidrio que permite ver en una sola dirección.

En un ambiente está el operador y en el otro se ubica el supervisor. Y cuando se está en ámbito docente, los alumnos. Todo, obviamente, con el conocimiento y acuerdo de la familia que consulta.

Cuando iba al CEFYP, iba en serio. Es decir, participaba en actividades docentes mañana, tarde y noche. Algunos decían que también me quedaba a dormir, pero no era así.

Como tenía buena lectura hecha previamente, trataba de aprovechar sobre todo la tarea asistencial existente en la institución. Que abundaba, por otro lado. En cantidad y calidad. Por eso trataba de participar en la mayor cantidad de entrevistas, como observador, acompañando al equipo supervisor.

Para garantizar una buena audición, se operaba con un equipo de audio. Más que equipo, equipón. Enorme y complicado aparato ubicado encima de una repisa de madera, adosada la misma a la pared del ambiente de supervisión.

Nosotros, tres alumnos y la supervisora, estábamos sentados en sillas, o simplemente
en unas gradas.

Recuerdo que la responsable de supervisar era mi amiga Silvia Crescini, maestra en la terapia y en la vida. No recuerdo bien los integrantes de la dupla terapéutica, pero la verdad es que se estaban hamacando lindo.

Atendían una familia con dos hijos adolescentes con toda la psicopatología que se les ocurra. Crisis psiquiátricas con toda la parafernalia, delirios al por mayor, agresividad a flor de piel, encima medicados con un montón de psicofármacos.

Los padres, por otro lado, no se privaban de nada. Peleaban entre sí con una devoción digna de mejor causa.

Concurrían desde hacía meses, y la evolución era positiva, pero no les sobraba ni un cachito.

Era noche tarde. La última familia en atenderse. Llovía intensamente, y el techo de la casona de calle Serrano, en pleno Palermo Viejo, transmitía el sonido repiqueteo lúgubre del agua. Los relámpagos y truenos traían reminiscencias del Averno.

Los jóvenes referían una historia de aquellas. Trataba de un fantasma que se les aparecía en ciertas oportunidades. Los padres ya no sabían para adonde disparar. Y los terapeutas por allí andaban.

Los adolescentes, a los gritos, exigían a sus progenitores que les creyeran. Estos, también a los gritos, los querían convencer que los fantasmas no existían. Pero lo hacían con tanto miedo como si estuvieran frente a un fantasma.

La tensión aumentaba. Pensé que se iban a golpear. Había mucha violencia latente.

De repente, casi mágicamente, el silencio. Pero un silencio que gritaba más que los ruidos. El aire, denso, se podía cortar con un cuchillo. Agazapados en sus sillas, los participantes respiraban anhelantes. Las miradas, torvas, parecían ser la antesala de la agresión física.

Instintivamente, reaccioné corporalmente. Mi cuerpo, sentado en una grada, me exigió erguirme. Quizás porque tuve una intuición funesta.

Por un reflejo involuntario. O por las fuerzas del más allá que como todos sabemos no son del dominio de simples seres mortales.

Lo cierto es que la levantada de mi humanidad, por decirlo de alguna manera, nada pequeña por si no me conocen personalmente, fue muy brusca.

Y en mi recorrido vertical de dirección cefálica, mi cráneo fue a dar con la grada de madera que sostenía el equipo de audio. Con tan mala suerte que el mencionado artefacto, bien grandote por otro lado, salió volando para cualquier lado. En su recorrido desparramó libros, carteras, algún recipiente, y otras yerbas.

Lo cierto es que el desparramo fue lo de menos. Lo impresionante, fue la violenta y estrepitosa ruptura del silencio fantasmal.

En un primer momento quedé alelado. También los demás presentes, de uno y otro lado del espejo.

También resultó sorpresiva la respuesta que se operó en el ambiente asistencial.

El equipo terapéutico y la familia luego del silencio inicial post estampido dirigieron sus miradas al espejo separador. Pero, casi inmediatamente, todos, sin excepción, desembocaron en una espontánea y poderosa carcajada.

La situación quedó en los anales del CEFYP.

Dicen las malas lenguas que incluso fue utilizada en alguna oportunidad como una intervención planeada.

No me consta, pero no me extrañaría. La psicoterapia da para todo.

Eso sí, no recuerdo que se haya publicado en ningún lado como inventada por mi persona.

Es que los genios solemos ser incomprendidos por sus contemporáneos

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