Pueblo de la Línea Sur, Ñorquinco para más datos. Lugar de vientos, arena y gente buena. También era el sitio donde el Turco Salim radicó su establecimiento de Ramos Generales.
Esforzado el Turco Salim, no le hacía asco al trabajo. Atendía a toda hora y a quién lo necesitara. A nadie extrañó su prosperidad.
En eso estábamos cuando apareció el auto que se compró el doctor. Un Ford A de los primeros.
Con esos faros tan lindos. Brillaban desde lejos.
Eso sí, no le terminaba de convencer el color cremita pálido. Al Turco Salim le parecía que el mejor
color para el Ford A de sus sueños debería ser el negro.
Por las noches, soñaba con desplazarse por la calle central del pueblo, día domingo de tardecita, despertando admiración y envidia por doquier. Con ambas manos enguantadas, botas bien lustradas, parar frente a la confitería, tomarse un aperitivo, conversar un rato con los amigos y luego, displicentemente, volver por el mismo camino y estacionar en la vereda de su casa, sin guardarlo, para que así los vecinos pudieran admirarlo.
La verdad sea dicha, plata no le faltaba. El negocio de acopio andaba bien. Los cueros y la lana rendían, y más la mercadería que entregaba a cambio.
Pero la cosa era que el Turco no le hacía mucho a los fierros. Hasta a manejar se animaba. Ya había probado el auto de su amigo Alí, de la capital. Y también otro de la concesionaria. Pero si se paraba, qué hacer ?
– Si, ya sé. Me fijo si tiene nafta, si está completo de agua y el nivel de aceite. El ayudante le
dá manija y yo le muevo la palanca para que arranque.
– Es todo lo que tiene que saber, don Salim. Para lo demás estamos nosotros, que si se lo vendemos es porque sabemos lo bien que se va a sentir yendo de aquí para allá en su auto. Nos avisa y nosotros inmediatamente le solucionamos el problema. Sea lo que sea. Tenemos un servicio especializado a domicilio de primer nivel. Y también funciona los fines de semana.
No costó convencerlo. Más que por facilidad de palabra del vendedor por facilidad de oreja del comprador.
La cosa es que el primer día, quizás porque los de la concesionaria se lo dejaron en la casa con el motor andando, todo bien. De a poquito el osado otomano le fue haciendo al lustroso artefacto.
Es cierto que en aquella jornada no había otro rodado en las adyacencias del lugar. El otro auto, el del Dr. Salvador García, estaba en un paraje cercano acompañando a su dueño en un laborioso trabajo de parto domiciliario. Facilitando la cosa los caminantes, apercibidos por el ruidoso funcionamiento de la planta motriz, se apartaban presurosamente de las cercanías del derrotero del osado pionero en lides automotrices de la Línea Sur.
Pero al otro día la cosa cambió. Es cierto también que había caído una fuerte helada.
Prudentemernte el Turco Salim había completado la provisión de la nafta, el agua y el aceite estaban normales. Además el ayudante, el Gordo Sanhueza, derrochaba energía por todos lados, meta darle a la manija de arrancar, pero el Ford A mutis por el foro. Y así una y otra vez.
Empecinado, el Turco no aflojaba en su empeño mecanicista. Al Gordo Sanhueza, agotado, le sucedieron tres entusiastas más, y todos quedaron fuera de combate.
El otomano estaba frustrado. Sobre todo porque, justo él, corría el riesgo de haberse equivocado en un negocio. Le molestaba el comentario de la vecindad, y sobre todo el de Abraham, su vecino y eterno competidor. Aunque estaba convencido que, cuando pudiera resolver esa su circunstancial dificultad, con seguridad lo envidiaría.
Hizo un alto en el intento. La cosa no era solamente una cuestión de arranque, una simpleza mecanicista.
Su frente, su cuerpo entero destilaba transpiración. Su corazón palpitaba a ritmo enloquecido.
Y luego de fumarse un par de cigarros, de ingerir otro par de copitas de anís, de dar unas cuantas vueltas por el segundo patio de la casa, repentina y resueltamente emergió, se dirigió al frente del inmóvil engendro, y le espetó:
– Hijo de puta… Tenés aceite, nafta y agua. Y manijada sobra. Qué más querés ? Y allí nomás desenfundó su Colt 45 y le disparó al radiador tres tiros, que justamente eran todos los que le quedaban. Tres chorros de agua sucedieron al exabrupto.
– Y ahora, encima llorá.