El imaginativo

Gustavo y María Eugenia en aquel tiempo eran la dupla de médicos del hospital del Chocón, además de pareja en la vida cotidiana.

María Eugenia recién había egresado de la residencia de medicina general.

En ese entonces padres de dos niños, entre su cuidado y el trabajo en el hospital no se habían podido tomar vacaciones en un montón de tiempo.

También, hay que decirlo, no nadaban en la abundancia. Los comienzos eran difíciles, Mudanzas, algunos pocos muebles, el alquiler en los tiempos de la residencia. Afortunadamente recibieron una casa institucional para alojarse en su primer destino hospitalario.

La cosa es que intempestivamente apareció un cobro de unos cuantos sueldos que les debían. Retroactivos, que le dicen.

Encima, consiguieron un reemplazo que les permitía un respiro por unos cuantos días.

Al fin la posibilidad de merecidas y anheladas vacaciones.

Pequeño problema, la familia y el equipaje debían trasladarse en el viejo Renault 12 que en realidad no era precisamente un dechado de prolijidad mecánica.

Ya habían pensado en renovarlo por otro modelo más actualizado, o quizás menos vetusto . Pero era lo que había en ese momento.

No cabía perder el tiempo. El mar los esperaba, el tiempo no sobraba y el clima se presentaba a medida para emprender la aventura.

Con el entusiasmo que es de imaginar, cargaron el equipaje y el coche, por llamarlo de alguna manera. Y en relación con los desaprensivos que nunca faltan, hay que aclarar que Gustavo llenó el tanque de combustible, se fijó en la presión de los neumáticos, en el agua y el aceite. Nada más pero también, como veremos, nada menos.

Estaban un poco apretados de espacio, cosa lógica pero tampoco era para tanto.

Ya listos para iniciar el trayecto, aparecieron algunas nubes en el firmamento. En un alarde de suficiencia las ignoraron y partieron raudamente.

La costa atlántica los esperaba. Habían reservado un hotelito nada lujoso pero acogedor, con desayuno incluido, y encima los vecinos facilitaron una carpita bien colorida.

En realidad, intentaron partir raudamente.

Repentina y casi subterráneamente emergió de las entrañas del artefacto un ruido descomunal que se acrecentaba con la velocidad, si es que podría llamarse de ese modo el tranco de desplazamiento del elemento en cuestión.

Detenido el avance Gustavo inspecciona, con gesto de inquietud comprensible, la unidad andante. Para peor se hacía agregado un tufo a goma quemada que comprometía la resistencia de las narices de los
presentes.

Nada por aquí, nada por allá. Procede a mover reiteradamente puntos que entendía indicativos para arribar al diagnóstico de la generación de la impronta auditiva y olfativa.

Galeno al fin, no pudo menos que comparar su estrategia con la desarrollada en su consultorio con sus pacientes. Palpación de abdomen, signos neurológicos, etc .etc.

Hasta que, y luego de pedir a María Eugenia que avanzara lentamente el rodado por la carpeta asfáltica, acierta con el problema.

Un dejo de orgullo se le filtra casi indisimuladamente.

Con la exigencia de la carga la rueda izquierda trasera se refregaba en la chapa y producía con el contacto el mencionado ruido y el desprendimiento del hedor mencionado.

Una vez más Gustavo, profundo creyente, interpreta la perfección divina en dotar a sus criaturas de la posibilidad de percibir los efectos organolépticos.

Volviendo a la mecánica terrenal, con circunspección implementa el traslado del peso mayor de la carga al lado derecho a partir del concepto básico, para el que no se requiere ser ingeniero automotriz, que el
desbalance procurado evitaría, o al menos disminuiría el problema en cuestión.

Para ser claro, bultos, niños y demás se arrinconaron en el extremo derecho del asiento posterior, conformando un conjunto surrealista.

Todo con el asentimiento implícito de María Eugenia y la mirada inquieta de la descendencia.

Negativo. La rueda siguió raspando la chapa.

No cabía otra: urgente consulta al mecánico, y ya empezaba a correr tiempo de descuento. No sobraban los días para vacacionar.

No se empleó demasiado don Detallado Sandez, consultor mecánico especializado de los alrededores:

– Es que…sabe? Lo revisé por arriba nomás y hay que cambiar amortiguadores. Ya no dan más. Y además curvar los elásticos, y levantar la chapa que está vencida, encima de picada por la corrosión. Ni qué hablar
de las cubiertas, que no es que no tengan dibujo: están transparentes. Y se fijó en la carburación ? No regula muy bien que digamos con el motor en baja. Y si me lo deja un ratito más lo reviso mejor y le hago un diagnóstico completo.

– No tengo tiempo, ni plata. Qué puedo hacer ?

La respuesta del técnico automotriz fue un simple pero no por ello menos significativo encogimiento de hombros.

Para mí que se quedó corto con la respuesta.

Gustavo no es de los que se echan atrás muy fácilmente. Jugado y definido en la necesidad familiar de vacacionar, apoyado por su estoica compañera y mientras los niños degustaban unos poderosos helados con cubierta de chocolate para disimular la espera, solucionó el problema por lo sano, al drástico estilo de Alejandro Magno con el nudo gordiano.

Volvió de la casa con una amoladora de mano y un cable alargador, lo conectó al enchufe del taller de don Detallado, que lo miraba azorado. Y ni lerdo ni perezoso procedió entusiastamente a cortar la chapa del guardabarro afectado, eliminando la fuente del conflicto mecánico. Al menos el emergente, porque ni curvó los elásticos ni cambió las cubiertas ni…

Ya el roce de la rueda no fue problema.

Gracias a la audaz maniobra se superaron tanto el olor como el ruido de la fricción inicial. Aunque se evidenciaron otros, pero como eran conocidos eran más manejables en el imaginario gustaviano.

Pero todo cambio genera turbulencias, las que, factor ambiental mediante, no se hicieron esperar. Al rato pudieron comprobar que llovía, no solamente porque el agua exigió la intervención del limpiaparabrisas, que por suerte e inesperadamente funcionaba, al menos el del lado del conductor, sino porque el agua y el barro del camino comenzaron a ingresar al interior del habitáculo, a pesar del dispositivo de caucho que nuestro héroe diseñó a las apuradas, léase pedazo de cámara interpuesto con el que Gustavo pretendió, acaso ingenuamente, solucionar la nueva fuente de preocupación automotriz.

Entretanto, Gustavo y María Eugenia también degustaron unos helados con cubierta de chocolate.

Al mal tiempo buena cara, qué tanto…

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