Hacía un montón de días que trataba de acompañarlos.
José estaba internado en la planta alta del hospital. Cáncer de próstata diseminado, señalaba su diagnóstico.
A veces no parecía que estuviera transitando sus últimos días.
– ¿Viste qué linda es mi esposa?
Desde atrás Luisa parecía renacer de entre sus cenizas. Es que la llevaba muy mal. A veces caía en la impotencia. No era fácil acompañar en su último tramo a quien había sido su pareja hacía ya unos 40 años.
Por mi parte, hacía lo que podía. Es decir, poco. Es que médicamente hablando la cosa estaba medio definida. Me restaba ajustar la dosis de analgésicos o rotarlos a algunos de más efectividad de vez en cuando.
Eso sí, encontraba cierto sentido en controlar la diabetes de José. Esto al menos me exigía leer algunos de mis apuntes de clínica.
Siempre me hacía un tiempito para acompañarlos. A veces matizábamos con alguna lectura. Por ahí hasta una partidita de chin chon, como para despuntar el vicio.
Aquella tarde, estaba en el consultorio con Daniel. Exigente ese día el consultorio, bah, como casi siempre.
La sala de espera llena y encima le mandaban pacientes del privado, porque como era el único neumonólogo del pueblo…
Atendió rápido el teléfono interno.
– Sí, Estela, está bien, en cuanto me desocupo subo a la planta alta. Bancá vos mientras tanto. Hay que poner la cara, que más se puede hacer.
– Daniel, ¿no querés que suba yo mientras vos te desocupás?
– Bueno, dale. Avisá cualquier cosa.
Y ya estaba en la salita de internación. Me encontré con Estela, enfermera de aquellas.
– Ya no sé qué hacer con Luisa, está desesperada. Le medimos la glucemia y la Pepa está acompañándolos. Me parece que ya no hay caso.
Cuando entré en la salita Luisa, desencajada, exigía una y otra cosa. El semblante de José lo decía todo.
Discretamente, tomé a Luisa de la mano y la llevé al pasillo.
– Escuchá Luisa, miráme un poco. Quiero que sepas que te estás perdiendo la oportunidad de acompañar como José lo merece en su despedida.
No fue necesario más. La Pepa y yo nos quedamos acompañando de atrás. Estela y dos enfermeras del turno que se acercaron, respetuosas, conformaban una especie de coro silencioso.
Luisa, sentada en la cama, tomó la mano de José y pudo, de a poco, permitirse unas lágrimas.
Me parece que José se fue más reconfortado.