Se estaba construyendo el antiguo aeropuerto de Bariloche. Uno de los proveedores de madera era don Alfonso Creide, que se comprometió a aportar rollizos de raulí. El camionero encargado del transporte era don César Cuevas.
Claro, no era cuestión de solamente transportar la madera. Porque don César siempre dotaba a los quehaceres de su impronta creativa.
El trayecto convenido transcurría por el Paso Córdoba. Camino por el que había que vadear unos cuantos cursos de agua. Los puentes, en la mayoría de los casos en aquellos tiempos, brillaban por su ausencia.
Por caso, el arroyo Charito, más allá del lago Meliquina, era uno de los más correntosos. También conocido por el porte de las truchas, y hasta salmones, que lo transitaban. Uno solía ver cruzar los peces por el cauce que cortaba el camino. Y algunos de buen porte.
El conductor en cuestión era muy conocido de los miembros de la cuadrilla de Vialidad que se asentaba en una casilla a la vera del curso de agua. Solía hacer una parada para tomar mate y acompañarlos a almorzar o a cenar.
Y para colaborar con el menú, el conductor se las ingenió instalando un dispositivo en el paragolpes delantero de su camión. Soldó unos ganchos que a su vez sostenían una especie de parrilla parecida a un canasto, al frente del vehículo, similar a un medio mundo mecanizado. Pavada de tecnología de ultravanzada.
Contaban las malas lenguas que, a la vuelta de los viajes, ya descargados los rollizos, don César enganchaba el mencionado sistema y daba varias vueltas por el arroyo. Tras cada pasada verificaba el producto ictícola de sus intervenciones. Y agregaban esas mismas malas lenguas que si bien habitualmente los cocinaban a la parrilla, en oportunidades los consumían fritos.
Ningunos quedados para comer los cuadrilleros de Vialidad del arroyo Charito en el paraje Paso Córdoba.
Y menos aún de quedado el pescador camionero, nuestro nunca bien ponderado don César Cuevas.