El Dr. Héctor pertenecía a la casta de los médicos piratas. Operativo, entrador, decidido, orientaba siempre sus energías en función de sus deseos y/o necesidades personales.
Su práctica médica se repartía entre su consultorio, al que dedicaba sus mejores esfuerzos, y el hospital, al que concurría cada vez menos.
No obstante, atendía numerosos pacientes, gracias a su simpatía.
Doña Lucinda era una vecina de las afueras del pueblo.
Conoció a don Conservado, el que a su vez no se cocinaba al primer hervor, a los cuarenta y tantos años. Consultó al Dr. Héctor al cursar su primer reciente embarazo. Demás está decir, deseado embarazo.
Muy católicos, en la misa diaria rogaban por que el embarazo diera su fruto sin problemas.
Todo iba bien, hasta que a las 14 semanas de embarazo, Doña Lucinda comenzó a quejarse de dolores en el “bajo vientre”. Inmediatamente se metió en la cama atendida por su marido, quien, solícito, pasó a encargarse de todos los menesteres hogareños, suspendiendo transitoriamente la atención de su próspero negocio de panadería y afines.
Amplio lo de afines, pues tanto le hacía a los helados, como a artículos de librería. Pero eso ya es otra historia.
A las pocas horas, Doña Lucinda advirtió que había comenzado a perder algunas gotas de sangre.
Alarmada, concurre al consultorio particular del Dr. Héctor, quién la había atendido por alguna dolencia menor hacía un tiempo.
– Desde la mañana empecé con dolores, doctor. Como retorcijones. Pero para peor después apareció sangre por abajo. No mucho, gotitas, pero…
– Vamos a revisarla, doña Lucinda. Después veremos.
Prestamente el médico realiza un examen ginecológico.
– Tiene un aborto en curso, doña Lucinda.
– ¿Y qué es eso, doctor?
– Quiere decir que ha perdido el embarazo, y debo hacerle un raspado para que no siga sangrando y sufriendo dolor.
– ¿Y tengo que internarme?
– No es necesario. Lo podemos hacer acá mismo. Yo tengo todo para hacerlo. Y eso sí, deberá hacer reposo en la casa.
– No sé qué decirle. ¿Realmente no hay modo de proteger el embarazo?
– No se puede proteger algo que ya no está.
– Bueno, doctor. Pero de todas maneras antes debo hablar con mi marido.
– Bueno, pero no tarde porque la cosa puede complicarse.
Doña Lucinda no fue para su casa, sino al hospital, donde casualmente estaba de guardia.
La atiendo, la reviso, y realizo el diagnóstico de amenaza de aborto.
– ¿Y qué es eso, doctor?
– Quiere decir que su embarazo corre riesgo de perderse. Tiene que internarse en el hospital, hacer reposo absoluto, y recibir unos medicamentos para proteger el embarazo.
– ¿Y se puede salvar el embarazo así?
– Eso es lo que intentaremos.
Y en efecto, el embarazo prosiguió.
Meses después, y nuevamente en mi guardia, Doña Lucinda dio a luz un hermoso niño.
A la mañana siguiente, en la recorrida de sala, la saludé.
– La felicito Doña Lucinda. Y parece que todo sigue bien.
– Sí, por suerte.
La noté inquieta.
– ¿Necesita algo, doña Lucinda?
– Tengo que pedirle un favor, doctor.
– Usted dirá, Doña Lucinda.
– Necesito que me dé el alta.
– No se lo recomiendo, Doña Lucinda. Su parto es reciente, de horas, y siempre hay ciertos riesgos que se corren. Sería bueno que prolonguemos un poco más su internación. No solo por usted, también por el niño.
– Tengo algo urgente por hacer. Por eso, entonces, le pido permiso para salir un ratito a la tarde, con mi niño.
– No tengo inconveniente, por mi parte, siempre y cuando todo vaya bien.
Y esa misma tarde, vi a Doña Lucinda cuando volvió de su salida. Y me relató lo ocurrido.
– Y después de la consulta con el Dr. Héctor me hice la promesa de visitarlo cuando naciera mi niño.
– ………..
– Esta tarde le dije que éste era el niño del aborto que él diagnosticó.
– …………
– Y entonces me contestó que no era el que había perdido. Que el diagnóstico de aborto lo había hecho por el otro, porque era un embarazo gemelar.