Aquella tarde Alejandro, médico de Rincón de los Sauces, atendía en el Centro de Salud.
Sus pacientes eran mujeres, que solían concurrir con sus hijos.
Por eso a Alejandro le llamó la atención la presencia de Daniel Arrin, quién traía a su hijo, Esteban, el más chico, de unos cuatro años.
– Y… le pica mucho la cola. Todo el día se anda rascando la cola.
En un ataque de cientificismo Alejandro indica al niño el tratamiento antiparasitario correspondiente.
– Le tiene que dar un comprimido cada doce horas durante tres días. Descansar una semana y luego repetir el tratamiento.
Raro esto de descansar, es decir suspender el tratamiento para luego iniciarlo nuevamente.
– Bueno doctor. Pero a mí me pasa lo mismo, así que también necesito tratamiento.
Además, ¿ me haría el favor de anotármelo en una recetita? Para que me quede claro, sabe…
Alejandro no se hizo rogar, escribió las indicaciones y hasta le puso el sello y firma con el nombre del paciente en la cabecera de la propuesta terapéutica. Se podrán decir muchas cosas de Alejandro pero no que sea un desaprensivo administrativo.
Alentado, Daniel se retiró con su niño.
A la semana, vino nuevamente.
– Doctor, por favor. ¿Me podría dar un certificado por la semana de descanso del tratamiento?
Alejandro dejó su hegemonismo médico de lado y lo extendió deslumbrado. La obediencia ciega médico dependiente de Daniel así se lo exigía.
