Mi ciudad natal es Goya, en la provincia de Corrientes, donde viví hasta los 13 años en que me trasladé a Buenos Aires para seguir estudiando.
La economía regional son los cultivos especialmente de tabaco, citrus y arroz. Hay también algunos desarrollos industriales.
En sus alrededores está la colonia Carolina, donde se instalaron hace tiempo agricultores italianos.
Mi casa de la niñez, en Goya, tenía sobre el lado que daba a la calle Tucumán dos puertas y dos grandes ventanales elevados en relación al nivel de la vereda, uno a cada lado de la entrada principal.
La ventana de la esquina correspondía a un ambiente de recepción de mi casa familiar, y la otra al escritorio de mi papá. Ambos espacios estaban a la vez separados por una sala.
A partir de esta distribución es que muchas tardes me ponía a leer en la recepción de mi casa con la ventana abierta. Esto me permitía un amplio acceso a lo que acontecía en la vereda.
Mi papá, aparte de excelente músico, buen escritor y lector infatigable, era abogado y tenía como clientes a varias de las familias de la mencionada colonia.
Una de ellas era la familia Fratelli, que tenía como integrante al mayor de los hijos, Cristóbal, en ese entonces de aproximadamente 35 años de edad.
Todos reconocidos como vecinos muy trabajadores y honestos, Cristóbal presentaba además una característica peculiar: era muy engreído. Nada que ver con el resto de su familia, todos muy sencillos.
La cosa es que Cristóbal siempre trataba de destacarse en lo que sea. Y por tal razón era el blanco de muchos comentarios y burlas, sobre todo por sus modales que eran más bien estereotipados, por su lenguaje rebuscado o por su manera de vestir prendas sumamente llamativas.
El clásico de Cristóbal era su paseo por las calles céntricas de Goya, en especial la plaza durante las horas nocturnas de los fines de semana.
Cuando caía el sol era el momento en que las calles céntricas de la ciudad se poblaban de paseantes. En gran parte porque era la hora en que la temperatura tan cálida del día daba un respiro.
Entonces las familias salían a la vereda, y sobre todo los jóvenes nos convocábamos en la plaza Mitre, la principal de la ciudad.
Nos juntábamos a caminar, a encontrarnos con nuestros amigos y amigas, y en la búsqueda los muchachos caminábamos en el sentido de las agujas del reloj y las jóvenes en el inverso. Estaba todo fríamente calculado, y los encuentros casuales a la orden del día.
– Bah… la vuelta del perro que le dicen.
También Cristóbal tenía todo su dispositivo calculado para aprovechar el escenario citadino.
En efecto, y sin duda producto de su laboriosidad, había comprado su deslumbrante Rambler Ambassador color amarillo churretera, que brillaba por donde se lo mire más allá del camino polvoriento que le tocaba
transitar.
Ahora que lo pienso, hecho llamativo que pudiera sostener esa brillantez.
No me extrañaría que a la entrada del pueblo lo repasara con cera en cuantito empezaba el pavimento.
Lo cierto es que Cristóbal, con su peinado a la gomina y jopo al frente, con sus mejores y más rutilantes prendas de vestir, entre los que se destacaban camisas a cuadritos de todos los colores del arco iris, se hacía presente con su nave espacial, su radio prendida a todo trapo, con las luces interiores encendidas a pleno, a marcha muy lenta, observando y sin duda siendo observado por toda la humanidad y sus alrededores.
Por supuesto era el blanco de los comentarios de todos y todas. Y me incluyo.
Aquella tarde, desde mi panóptico casero, lo vi salir del escritorio de mi papá. Se dirigió sin hesitar a su esplendoroso vehículo estacionado frente a mi ventana. Abrió la puerta delantera izquierda con movimientos altamente sincronizados. Procedió posteriormente a inclinar levemente el torso y a la vez sus miembros inferiores se desplazaron con la flexión necesaria para adquirir la posición de sentado en el lugar del conductor del impresionante rodado, que por supuesto tenía bandas blancas en los neumáticos y cromados relucientes, y, casi displicentemente, atrajo la puerta a su posición de cerrada, aunque, lógicamente ya con los vidrios bajos. No fuera cosa de no ver y, sobre todo, ser visto.
En ese preciso momento fue abordado por una señora que estaba evidentemente al acecho. Cabe destacar que los movimientos de nuestro héroe no le habían permitido hacerlo antes.
– Perdón, señor. Usted es Cristóbal Fratelli ?
– Ni más… ni menos…
– Por un casual, usted es de Colonia Carolina ?
– En efecto…
– Y estaría yendo para allá ?
– Precisamente…
– Y me podría llevar si no es molestia ?
Aspiró levemente, se dignó observar a su interlocutora y flexionando su codo derecho, con el pulgar señalando el asiento trasero musitó:
– SUBA AL DORSO.