El cuento de Fausto

– Vos sos el que le escribiste el cuento a papá y mamá ?
– Y…sí. Por qué ?

– Porque quiero que me escribas un cuento. A mí.

Habráse visto semejante desfachatez. Con Luis, mi compañero de cena, no salíamos del asombro. El Fausto, con sus tres años, no levantaba dos palmos del suelo y ya andaba reclamando historias.

Después me enteré que para hacer el pedido se cruzó con su oscuridad el patio de atrás, a pesar del miedo que le da la noche.

Semejante demanda apabulla a cualquier cristiano. Para disimularlo, me fui a hacer una siestita singular, sobre todo porque era ya media noche.

Y al ratito nomás, entre sueños, se me apareció el Fausto con su búsqueda. Muy concentrado, recorrió la sala de la casa y le encaró a la biblioteca de la mamá. Pero mal rumbeado, se puso a inspeccionar los libros de medicina. Alguno le pudo, por lo pesado. Y algún otro, también por lo pesado, y no precisamente en lo que hace a la cantidad de gramos. Ni siquiera figuritas encontró nuestro héroe.

Al final, el incansable se orientó a la literatura general. Los de Galeano, autor de los preferidos de Marcela, eran más accesibles para su contextura. Pero no hacían a su necesidad.

Así que cambió de biblioteca. La de Carlitos, hay que decirlo, era bastante más reducida que la ya inspeccionada. Es que la Marcela es bastante leida y escribida, y en cambio el Carlitos tiende a ser lo que se dice un autodidacta. A los libros básicos de la Veterinaria, ciencia de la que se autoproclama adicto, se le agregan algunos ejemplares de libros selectos, en general regalados por conocidos no muy conocedores de sus inclinaciones primarias, un buen número de ejemplares del Gráfico, Week-End,
muchos de Caza y Pesca, Play-Boy y otras selectas delicadezas. El Fausto se prendió con unas láminas camperas de Molina Campos, pero de cuentos nada que ver. Así que decidió variar de escenario.

En eso estábamos cuando de repente, ya en una pieza nueva, recién arreglada, con una cunita forrada de tela verde con florcitas de todos colores, se encontró con un pequeño libro, lleno de lindas figuritas, y con una dedicatoria que Fausto adivinó decía:

» A Fausto con cariño».

Recorriendo los dibujitos, mostraban un nene que vivía muy feliz con su papá y mamá dedicados solamente a él, en un lugarcito mágico llamado Loncopué. Las figuritas contaban que el nene jugaba y se divertía todo el día, y hasta cuando se bañaba. Todos los juguetes le pertenecían, y los compartía solamente cuando lo visitaba algún amiguito. Pero, eso sí, a veces se aburría un poco de estar solo.

Hasta que un día, en el patio, entre las casitas de los perros, el nene escuchó una vocecita muy suave y dulce que le decía:

– Acá abajo, acá abajo.

Era un hombrecito pequeño, era un duende. Bahh… La verdad el nene nunca había visto un duende pero era claro que no podía ser otra cosa por varios motivos:

1) En un sueño un aparecido de repente no puede ser sino un duende.
2) El enanito estaba vestido con una caperuza verde haciendo juego con un pantaloncito ajustado del mismo color, que como todo el mundo sabe es el uniforme de los duendes.
3) Sus orejas eran largas y terminaban en punta, y se paraba y tenía voz de duende.
4) Además, el nene del cuento lo trataba como tal.

Por eso lo escuchó atentamente, sobre todo cuando le contó, antes de desaparecer del librito.

– Acá te traigo un regalo especial para vos. De entrada te va a inquietar por muchas cosas. Pero cuando lo conozcas bien vas a compartir mucho con él. Risa, llanto, juego y abrazo. Y cuando sea un poquito más grande, le vas a contar este cuento, que es el cuento de Fausto.

Y así Fausto se enteró de la llegada a este mundo de su hermanito.

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