El cuento de Gabriela

Llegué al departamento de mis hijos bien entrada la noche. Noche de invierno en Buenos Aires luego de recorrer los 1700 Km que separan San Martín de los Andes de “la Capi”. Para más en cualquier momento se largaba la tormenta. Relámpagos por todos lados.

Mi hija Gabriela detrás de sus poderosos anteojos le estaba metiendo fuerte a los libros. Le faltaba poco para recibirse de psicóloga y las últimas materias suelen ser las más peliagudas. Y se le notaba en la cara.

– Dejáte de joder Gaby. Si mañana rendís. Lo que estudiaste ya lo estudiaste y lo que no, fue!

– ¡Sabes que tenés razón?

Y ahí nomás rumbeamos para la calle Corrientes. Por otra parte nuestro programa nocturno preferido. No por nada es la calle de las librerías que se cierran tarde. Aparte, y sobre todo, con buena oferta de libros usados.

Cosa seria esto de los libros usados. La manía la aprendí de mi papá a quien acompañaba todas las veces que podía en sus recorridas librescas. Entonces el trato implícito era que debía conseguir un buen libro usado. Como premio siempre me obsequiaba el ejemplar. Pero no era sólo cosa de elegir un titulo y un autor. Se suponía que debía fundamentar la elección. Por eso además de hallar el ejemplar debía hojearlo, leer párrafos, ubicar al autor con alguna referencia conocida o extraída de la reseña de la contratapa. Lo que a veces exigía buena suerte y bastante sudor.

La cosa es que esa costumbre la reproduje con mis hijos. El hallazgo de una librería de usados era la invitación a la búsqueda.

Corrientes estaba desierta. Hacia frío, también en los bolsillos porque estábamos transitando un tiempo de crisis.

De repente se hizo la luz. Una buena librería aún estaba abierta. Estuvimos largo rato hojeando ejemplares hasta que me encontré con las obras completas de Juan Rulfo. Todo un tema este Rulfo, porque las obras completas son dos pero la calidad de su estilo ameritaba la elección. Para mejor, una buena edición de papel biblia.

Pagué con mi tarjeta de crédito y displicentemente la guardé con mi efectivo en el bolsillo de atrás del pantalón.

Muy contento con la adquisición seguimos caminando. Era toda una experiencia transitar Corrientes en soledad.

Abstraído me sobresalté al sentir un contacto casi imperceptible pero muy angustiante.

Un punguista escondido en la boca del subte emergió y con rapidez me arrebató los documentos y toda la plata de la que disponía para ese viaje. Desesperado corrí tras el.

Me llevaba unos cinco metros. No se me despegaba pero tampoco podía acortarlos.

Llegando a la primera bocacalle observo un taxi que cruza lentamente y grito la palabra mágica

– AL LADRÓN!!!!

El chofer del taxi solidario interpone su vehiculo en el trayecto del perseguido y lo obliga a doblar casi en ángulo recto. Como consecuencia de la maniobra la distancia se acorta a sólo un par de metros. Estaba ahí pero mis energías empezaban a mermar.

Cosa de mis años y de mis kilos de más, pero en aquel entonces aún me encontraba discretamente en forma. No me cabía otra. La desesperación me exigía continuar.

Al ver que la cosa se le complicaba el objeto de mi búsqueda metió la mano en su bolsillo, sin perder velocidad, y tiró al aire una serie de elementos entre los que alcancé a distinguir billetes y plásticos (documentos) con el ostensible propósito de que cesara mi persecución.

Nada que ver. No le aflojé nada porque en realidad no estaba seguro que la maniobra no fuera sino un señuelo de baja calidad para salir del trance. Por otro lado sabia que mi hija Gabriela venía atrás mío y que recogería los elementos dispersos en la calle. Se acercaba la otra bocacalle y la posibilidad de alguna ayuda hizo sin duda que mi perseguido hiciera un nuevo intento para que cesara mi carrera. Así, lanzó al
espacio una segunda tanda de elementos disuasorios.

Esta vez el éxito coronó sus esfuerzos. En realidad estaba con la lengua por el suelo y me detuve, resignado a lo que el destino me ofreciera. Inmediatamente mi hija Gabriela estuvo a mi lado y se encargó también esta vez de la recolección.

Esa noche y fuera de programa fuimos a La Estancia, conocido restaurante, a degustar una parrillada de aquellas. De paso celebramos el aporte monetario que nos obsequió nuestro oportuno punguista. En la primera recolección Gabriela se hizo de toda mi plata y mis documentos. En la segunda no había documentos, pero si 227 dólares que obló nuestro amable desconocido en su necesidad de sacarse mi molesta y corpulenta figura del medio.

Quién roba a un ladrón…

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