Desde que recordaba, Beatriz había soñado a Brisa. Siempre amó a los caballos. Herencia de don Alejandro. Para el papá, después de la familia estaban sus caballos. También él tenía a Viento como su preferido. Moro, brioso corcel que solo y mágicamente amenguaba sus bríos cuando Beatriz compartía la grupa con su padre. Para retomar su modo habitual en cuanto la niña era descendida de su lomo.
En su cuarto cumpleaños Beatriz recibió con un estallido de alegría su Brisa de madera, blanca, lustrosa, con una pequeña montura y altiva estampa, que se hamacaba en un dulce vaivén al compás del impulso de la pequeña, mientras doña Flora, la mamá, la acompañaba en el piano de la sala.
Y entonces Beatriz se sumergía en un mundo de fantasía. Mundo que solamente compartía con doña Flora y Rufino, el enorme perro gran danés de la chacra. Mientras la mamá tomaba su mano Rufino optaba por mirarla enternecido y de vez en cuando emitía un suave gruñido de aprobación.
Lenguaje gestual que le dicen.
Quizás eran los únicos que podían interpretar la desmesura de sus deseos.
Porque con sus amiguitos sólo podía jugar al policía ladrón, a la mancha venenosa y al fútbol, donde, hay que decirlo, era siempre reclamada porque le hacía bien al arco. Bien difícil que era hacerle un gol a la Beatriz. Ni de cabeza los más altos, porque a pesar de su entonces todavía corta estatura pegaba unos saltos de aquellos.
En una lejana oportunidad recibió de una tía de la ciudad el regalo de una muñeca. No hubo una segunda. Quizás porque no le dio la utilidad que aquella tía esperaba. La rubia, párpados que se abrían y cerraban, vestidito rosado y zapatitos al tono, durmió largo tiempo con sus ojos celestes entornados en el rincón de la pieza. Luego fue prudentemente depositada en el “cajón del rejunte” del galpón, donde, como su nombre lo indica, iban a parar los elementos no utilizados del lugar.
El tiempo fue pasando en la chacra de las afueras de El Hoyo, allá por la cordillera chubutense.
La niña concurría diariamente a la escuelita del paraje. Y semanalmente acompañaba a sus padres al recorrido de provisión semanal al pueblo.
Entonces tenía su visita propia, a la librería de don Eustaquio. Éste ya le tenía preparado su ejemplar semanal de Mundo Infantil, con sus cuentos de dragones, adivinanzas, pasatiempos, y siempre, alguna foto o revista que incluyera imágenes de caballos, que pasaban a engrosar la ya importante colección de la niña.
Allí los encontrábamos, de todos los pelos y razas, de paseo, carrera, ponys, carga y demás.
Algunos, cuidadosamente seleccionados y previa intervención de don Raúl, el carpintero del pueblo, eran enmarcados y pasaban a decorar las paredes de su pieza.
Se acercaba agosto. Y su octavo cumpleaños. Y ya casi se empezaba a agrandar.
Doña Flora, prudentemente, hacía un tiempito la había sondeado en cuanto sus deseos. En realidad innecesariamente, porque Beatriz ya pecaba de monotemática con el tema de Brisa. A veces le agregaba algún detalle, por ejemplo acerca del modo con que pensaba cuidarla, o qué recorridos proyectaba para sus paseos. De última, si le preguntaban que se aguantaran, qué tanto.
Si bien no intercambiaban confidencias, con el papá, en cambio, tenían otros puntos de encuentro.
En ocasiones jugaban en el parque a las escondidas, o a la pelota. Ni qué hablar de su capacitación en truco.
Las malas lenguas decían que había aprendido los números, y a sumar, jugando al truco.
Rápidamente había memorizado las señas y dominó el misterio del macaneo. Y a inventar versitos para cantar una flor o un falta envido.
Y hasta tenía su naipe preferido. Y no supongan que era el as de espadas o de basto. Nada que ver. Era el once. Claro, la figura con caballo.
Cuando ligaba el once sí que Beatriz hacía cualquiera. Se le acababa la ciencia y no paraba hasta el vale cuatro. Son ventajas que podía dar, pues a la siguiente vuelta recomponía su apostura y se recuperaba, siempre y cuando no volviera a recibir la mencionada carta.
A medida que se acercaba el día los sueños cobraban vida propia.
Entonces su Brisa de madera se convertía en una de carne y hueso. Se aproximaba a su silbido de llamado, aceptaba el terrón de azúcar de su mano, recorrían el monte de la finca y contemplaban de noche la estrellita de Beatriz. Que era, por otro lado, la misma que se reflejaba en la frente de su Brisa imaginaria, el único punto distinto en su uniforme color nieve.
Y luego galopaban casi sin tocar el suelo del prado, sorteando raudamente, casi volando, arroyos y piedras, buscando en el horizonte el lugar donde nace al arco iris, que es, como todos sabemos, donde nacen los sueños esperanzados.
El día de su cumpleaños se despertó temprano. No podía ser de otra manera. El sol comenzaba, tímidamente, a asomarse.
Rumbeó al comedor donde ya sus padres mateaban. Parecían esperarla.
Su corazón galopaba al ritmo exacto de la Brisa de sus fantasías.
Besos, abrazos y deseos de felicidad se mezclaban con intercambios paternos de miradas cómplices e inquisitivas por parte de Beatriz.
Mate va, mate viene, leche chocolatada para la niña, y… de pronto un gesto de invitación, una puerta que se abre. En el patio, tal cual la soñaba, con su blanco brillante, con la estrellita oscura en la frente, con su mirada cómplice y el hocico buscando un terrón de azúcar, la esperaba Brisa, su Brisa, para buscar juntas el lugar donde nace el arco iris, que es, como todos sabemos, donde nacen los sueños esperanzados.