El descanso turbado

El Loco Gutiérrez era una persona singular. Nadie conocía de su historia, sobre todo por su estilo reservado.

Caminante de aquellos, deambulaba por los senderos de la región litoraleña.

Algunas veces se aparecía por Santa Lucía, otras por Goya o por Lavalle. De repente se cruzaba a Reconquista, Vera o Malabrigo. Pero hay quienes haberlo visto transitando parajes del Chaco y Formosa, siempre con su andar cansino y perseverante. Ello explicaría sus ausencias periódicas, a veces
prolongadas. Hasta que se aparecía de vuelta, como si nada, y así.

De edad indefinida, delgado, su piel estaba surcada por las arrugas del sol y de los años. Su mirada siempre apuntaba al horizonte, como buscando quién sabe a quién, o a qué.

Su vestimenta, siempre del mismo tono oscuro, sea invierno o verano. La mudaba muy de vez en cuando. Un saco, bombacha de campo, pullover y boina negra. Lo único que cambiaba con relativa frecuencia era su calzado, por razones obvias.

Viajaba a veces a dedo pero casi siempre valiéndose de sí mismo, portando su mochilita, moderna versión del bultito que pendía de un palo de los antiguos trashumantes.

Dormía en cualquier lado, y se alimentaba de la comida que recibía de almas generosas, de los descartes de las verdulerías o almacenes, o simplemente de lo que recolectaba en sus travesías. Por otra parte, no era pretencioso.

Otra característica del Loco: era un lector incansable. Siempre portaba un par de libros. Y le hacía lindo a la poesía. Nunca dejaba de concurrir a las bibliotecas. Entonces podía, pocas veces, soltar algún comentario literario.

Pero las poesías que escribía no las compartía. Luego de redactarlas, las leía y perfeccionaba para posteriormente descartarlas en cualquier tacho de basura. Y el que quería conocerlas debía ensuciarse y tratar de no ser sorprendido en el intento.

Su estilo era clásico, frontal y cuestionador. Podría decirse que era un artista contestatario. Pero no despreciaba la poesía romántica.

Enemigo acérrimo del trabajo, recurría al mismo en casos extremos. Cuando el hambre arreciaba o si necesitaba ayudar a algún compañero necesitado.

Por el contrario, hacía una apología del descanso, Entendía que la actividad rentada era una agresión a la humanidad. Se posicionaba en la época del Paraíso Terrenal, o quizás era, por su estilo libertario, un adelantado de los tiempos por venir.

Aquella jornada había caminado mucho. A la madrugada había salido de Resistencia, pasado Corrientes y recaló en Empedrado.

Como estaba fresco, resolvió dormir bajo techo. Mejor esta vez no hacerlo en una plaza.

Las salas de espera habituales, terminal de ómnibus, hospital, estaban o colmadas o con mucho bullicio. Se acercaba el tiempo de las Fiestas de Fin de Año y la gente andaba de aquí para allá. Y prefirió no ir a la comisaría. La última vez que lo hizo lo recibieron automáticamente, pero en un calabozo.

Y las rejas no le sentaban bien.

Luego de mucho pensarlo, se decidió por el cementerio. Allí todo era quietud. En otras oportunidades se había alojado en el camposanto de Empedrado y había descansado sin problemas.

Una vez en el lugar, saltó el muro y ayudado por la luz de la luna procedió a buscar un buen sitio.

Tuvo suerte. Un panteón con una puerta receptiva, y listo…

Ya ingresado y un tanto enérgicamente procedió a retirar las flores del recinto. No las apreciaba fuera de su lugar natural. Eso sí, en un gesto que lo honra resolvió no alterar la ubicación de los ataúdes, por lo que su humanidad se aposentó en el piso.

Su raída chaqueta ofició de colchón, su mochilita de almohada, y santo remedio.

No le costó conciliar el sueño, pues estaba agotado.

Todo bien, por fin un poco de silencio.

Pero nada es perfecto en esta vida.

A la mañana siguiente, a poco de asomar el sol, gritos, risas, una radio a todo volumen.

Inquieto por el desorden observó a través del vidrio de la puerta a un grupo de operarios del cementerio tomando mate, escuchando radio y comunicándose a los gritos.

Primero sorprendido y luego disgustado, esperó un rato. Pero el grupo seguía en la suya. Y pensar que cobraban un sueldo por tomar mate y gritar en vez de trabajar. El, por lo menos, si bien no trabajaba ni se le ocurría solicitar sueldo, ni subsidio ni nada que se les parezca. Era vago, pero con honorabilidad.

Encima, la música propalada era decididamente grosera. Y los gritos de los desaprensivos cada vez más estruendosos.

Esperó más que pacientemente, pero nada. Ya colmada su paciencia y decidido a todo, el Loco salió intempestivamente del panteón y ante la mirada sorprendida de los ruidosos, y con tono autoritario les intimó:

– A ver si hacen silencio y me dejan descansar en paz !

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