Don James Mc Taylor había llegado de Escocia hacía muchos años, y se había instalado en un paraje cercano a Río Mayo.
Su chacra, bordeada por un arroyo, enmarcada por frondosos árboles y flores por todos lados, componía un lugar de ensueño.
Pero don James añoraba su tierra natal, y para ello necesitaba vender sus pertenencias. Y como no se cocinaba en un primer hervor, por no abundar, dicha venta constituía una necesidad urgente. Para hacerla corta, no le quedaba demasiado hilo en el carretel y quería morir en su suelo natal.
En eso estaba cuando apareció don Andrev Shenhovsky, emprendedor ucraniano que previamente había recalado en Misiones.
Don Andrev se sentía atraído por la Patagonia y buscaba un lugar para asentarse.
Su deseo estaba claro. La duda apareció cuando le ofrecieron en venta otro solar, no tan lindo pero más grande y barato.
– No le puedo bajar el precio, don Andrev. Es lo que vale y lo necesito para mi viaje.
En su media lengua, don Andrev participba a don James de su incertidumbre.
Pero don James todavía no había jugado su carta de triunfo:
Sonriente y con semblante triunfador, lo llevó al piedrero que presidía el lugar, y le señaló, exultante, un sector de la superficie rocosa. Allí resaltaba un conjunto de puntos brillantes.
– ¿Sabe cómo se llaman estos granitos que estamos viendo?
– ….
– Se llama oro, don Andrev. Y si quiere, sáquelos de la piedra y lo comprueba.
Ignoro si don Andrev hizo posteriormente la prueba, pero allí mismo decidió la operación de compra del terreno.
Pocos días después don James arregló sus pertenencias y se trasladó a su amada Escocia. Eso sí, antes limpió prolijamente su escopeta, le pasó estopa y lubricante a su caño. Es que no tenía demasiada experiencia en la utilización de pepitas de oro como munición en sus cartuchos.