Don Domingo lo había traído de muy cachorrito desde el otro lado de la cordillera. No era moco de pavo criar un pumita como si fuera el gatito de la casa. Que por cierto tampoco era cualquier casa.
La cabaña de don Domingo y sus hermanas miraba hacia el lago Paimún, en un sitio maravilloso. Rodeada por araucarias, en una pendiente que descendía hasta las aguas, y también más allá por debajo de su superficie. Relucían las flores silvestres por doquier. Los Aila exhibían su lugar en el mundo con orgullo. La huerta laboriosamente trabajada, el galpón de las herramientas, el establo, la leñera, la económica, que
brillaba de limpia, y que además de cocina servía para calentar el agua de la ducha. Los techos eran de tejas de alerce trabajadas, y las ventanas de doble vidrio.
En su comienzo hubo que suministrarle al «leoncito» de don Domingo leche de vaca.
Después se amplió la dieta del Michi, tal el nombre elegido para el felino.
Juguetón al extremo, no había ovillo de lana que no resultara víctima de sus accesos lúdicos. Los tejidos registraron entonces una merma significativa. Los perros y gatos de la casa, en un principio poderosos, resultaron víctimas de sus escarceos a medida que crecía. Pero todo dentro de ciertos límites, claro está. Porque cuando Michi amenazaba con sobrepasarlos, don Domingo procedía a frenarlo. Lo habitual, atándolo a la cucha, que tenía adelante un palenque ad-hoc.
En contraposición, cuando las relaciones iban viento en popa, el Michi solía dormir al lado de la cama de don Domingo, sobre la alfombra. Y en invierno, al lado de la económica.
Regalón había resultado el Michi.
Los hermanos Aila intentaban con dulces palabras transmitir a su singular mascota normas de convivencia civilizada que luego eran echadas por la borda en la primera ocasión.
Pero queda claro que, más allá de los destrozos, la interpretación familiar consistía en que eran producto de los excesos de un cachorro juguetón. Por otro lado, el Michi estaba muy cuidado, y por ende bien alimentado.
Hay que aclararlo: era muy voraz. Además de la generosa dieta hogareña, se procuraba por su cuenta una abundante provisión. Es que las liebres abundaban en los bosques del Paimún.
El Michi iba creciendo a ojos vista, pero la relación se sostenía en los términos iniciales.
Al menos en el ámbito hogareño.
No obstante, los vecinos se mantenían a distancia prudente. Las visitas a lo de los Aila disminuían a medida que aumentaba la corpulencia del felino. En un principio fue motivo de curiosidad general, luego de juegos. Pero después todo cambió.
Los únicos que parecían no dudar eran precisamente los hermanos Aila. Tanto Domingo como sus tres hermanas se seguían manejando confiados en la mansedumbre de la singular mascota.
En varias oportunidades se produjeron desencuentros inquietantes con los perros de algunos lugareños que se acercaron desaprensivamente al territorio. Los resultados fueron previsibles. En todos ellos el Michi confirmó la titularidad del dominio, a costa del descalabro de los advenedizos.
No obstante, tanto con el Negro como con el Manchao, los perros de la casa, sostenían un vínculo de respeto y distancia mutua.
Siempre conformaron una dupla de temer. No casualmente eran los perros chancheros. Especializados en la caza del jabalí, el Negro y el Manchao eran muy bravos. Además cuando combatían se ayudaban entre sí y potenciaban su poder ofensivo.
Hasta que llegó el día en que lo temido se hizo realidad.
Don Domingo ya había dejado de carnear el cordero para la celebración de la Nochebuena. El sol se ocultaba y era hora de suspender la tarea y descansar. El agua del mate estaba en camino.
Como acostumbraba, don Domingo procedió a repartir los huesos, con abundante carne, entre los compañeros de convivencia.
Al Negro le tocó un pedazo de pulpa, al Michi unas costillas, y al Manchao don Domingo resolvió agasajarlo con una pata.
Pero la ración del Manchao era la que quería el Michi, quién presto afrontó al perro chanchero. A la reacción de éste se acopló el Negro, quienes en conjunto enfrentaron al puma. Se armó un remolino de rugidos, ladridos, mandíbulas que se cerraban, tironeos. Casi sin espacio para la intervención, don Domingo contempló impotente como el felino rápidamente dejó fuera de acción a ambos perros, que quedaron agonizantes desparramados en el suelo.
En el cruce de miradas que se sucedió don Aila se dió cuenta del peligro.
En un santiamén tomó el lazo y lo enganchó en un promontorio que asomaba en la pared de roca. Entonces, prestamente, se lanzó a escalar para escapar de la arremetida furiosa. El ascenso de don Domingo fue seguido por el del otrora simpático cachorrito.
Cuenta don Domingo que la trepada fue vertiginosa y que el espanto lo impulsó a encontrar fuerzas hasta entonces ignoradas.
– Y cuando llegué a la punta, y recién entonces, miré hacia abajo y con sorpresa me dí cuenta que el león también estaba trepando por el lazo y me seguía a corta distancia.
– ¿Y qué hizo entonces, don Domingo?
– Y…. no me quedó otra que sacar el cuchillo y cortar el lazo debajo mío.
– No lo puedo creer…. ¿El puma trepó por el lazo?
– Claro… Eso sí, antes que mi hermana la mayora lo bajara de un escopetazo. Se pegó flor de golpe el Michi cuando aterrizó.
Dicen las comentaciones que don Domingo no repitió la experiencia de criar leoncito doméstico con veleidades de mono.