La oxigenoterapia de don Zerda

Comienzos del Hospital de Buta Ranquil. Duros, pero, henchidos de esperanza.

Pueblo chiquito, de crianceros. Poblado de árboles, sobre todo sauces. Acequias, calles de tierra bien cuidadas. Que los vecinos, de tarde, regaban con primoroso cuidado.

Era antes de la actual invasión petrolera. Pero ésa es otra historia.

Don Mateo Zerda estaba internado desde hacía un par de días. No era para menos. Su dificultad respiratoria se había incrementado por la bronquitis. Las noches se le hacían eternas.

Los médicos, en ese lenguaje que ellos solo entienden, hablaban de un EPOC, enfermedad
pulmonar obstructiva crónica, que le dicen.

Pero no estaba solo. Para qué estaban los familiares y los amigos. Mucho más después de la muerte de doña Eloísa. Ella sí que lo cuidaba bien a don Zerda. Le hacía vaporizaciones a toda hora, masajes en la espalda, sobándolo con grasa mezclada con yuyos aromáticos. Por no contar la dieta, en base a los caldos más creativos que se le puedan ocurrir. Para no recargar la panza, se entiende. Puchero de chivo con panceta, nutritivo y delicado.

En el hospital, hay que decirlo, también cuidaban a nuestro héroe. Tanto las enfermeras como las mucamas. Que le cambiaban seguido las sábanas humedecidas por el sudor del corpulento paciente.

Aquella tardecita había mucho trabajo. Las dos enfermeras y el único médico estaban atendiendo a dos ebrios que se habían acuchillado mutua y solidariamente. Hasta don Emiliano, internado desde hacía semanas había abandonado su pasividad de paciente y ayudaba entusiastamente a la causa sanitaria alcanzando vendas, guantes, y demás enseres a los hospitalarios.

Lo cierto es que a don Zerda le quedaban los familiares para cuidarlo. Lo que, hay que decirlo, no era poca cosa. Cuantitativa y cualitativamente hablando. Incluso les daba para turnos, matutinos, vespertinos. Y el nocturno hasta les daba por repartirse. Cosa de no alterar demasiado los ritmos, que le dicen. Ventajas de ser familia numerosa. Y cuidadosa.

Pero volviendo a nuestra tardecita, a don Zerda la cosa le venía medio mal barajada.

Accesos de tos reiterados, dificultad para respirar. Hasta le estaba volviendo el colorcito azul tan temido.
Sobre todo después de que el oxígeno del tubo se había acabado. El sudor ganaba la piel de su cara. El ritmo variaba notoriamente.

Su hija Eusebia comenzó a abanicarlo, mientras Pascuala le sobaba la espalda. Para no ser menos, Nicasio, adelantado psicosomatista, le indicaba con su ritmo respiratorio el que pretendía que sostuviera el paciente.

Hasta que por fin llegó, luego de un par de demandas, Ermindo, el corpulento polivalente, peón de patio y chofer suplente, con un nuevo tuvo de oxígeno.

Previo a su instalación, tuvo que convencer a los dos hijos mayores de don Zerda,

Eleodoro y Entusiasmado, que no era necesario que continuaran insuflando aire a la mascarilla a través del tuvo de goma conectado al inflador de la bicicleta del primero de los nombrados.

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