Venía jodida la mano en El Huecú. Cecilia tenía que hamacarse, a veces con lo médico, otras con lo comunitario, y otras consigo misma. Lo que suele ser lo más difícil. Quién le manda a intentar desarrollar enfoques integrales de salud…
Aunque, para ser honesto, debo reconocer que le sale bastante bien la cosa. Le mete energía a lo suyo.
Esta vez debía trasladar un herido grave de arma de fuego por autoagresión. Andaba mal de amores, según las comentaciones.
Realizó los primeros auxilios en El Huecú. Pero la complejidad del lugar no le daba.
No estaba sola en la movida. La acompañaba Arturo, un bisoño estudiante de medicina de la Universidad del Comahue que cursaba su ciclo rotatorio. Si bien no le faltaba mucho para recibirse, era evidente que no tenía experiencia de campo. Bueno, nadie nace sabiendo, de última para eso son las rotaciones.
La cuestión es que llegando a Loncopué, localidad intermedia en el periplo de la urgencia, el herido presentó signos de descompensación. Entonces Cecilia indicó al chofer que orientara la ambulancia hacia el hospital, para intentar la reanimación más efectivamente.
Ya en la guardia la acompañaron Celia, Marcela y Eduardo. Cosa buena no estar solo en las emergencias. Es como si los médicos fuéramos a veces casi humanos.
Como siempre, lo primero es la vía aérea. La Marcela, alentada, era la encargada de la intubación, tarea que como todos sabemos no suele ser moco de pavo. Mientras Eduardo mantenía la cabeza y el cuello en posición para recibir el tubo, Cecilia, también un poco más oxigenada, relataba a sus compañeros la secuencia de los acontecimientos.
Fue entonces que Arturo, sumamente ansioso, sobre todo desde su impotencia por ayudar en algo, emitió lo que constituyó su primer y postrer comentario:
– Ahh… Entonces fue un suicidio.
Allí Marcela, que suele ser bien callada, sin interrumpir su urgente y delicada intervención, también emitió su primer y postrer comentario:
– Estamos intentando que no lo sea