En esa oportunidad el grupo turístico que guiaba Ricardo estaba conformado por el aquel entonces embajador de EEUU, don Terence Todman, su señora y dos agentes de seguridad. El objetivo era que conocieran la maravillosa zona del Ruca Malén. Esa misma tarde los visitantes debían embarcarse en el aeropuerto de Bariloche para regresar.
El pedido del diplomático consistió en compartir unos mates y conversar con algún poblador del paraje. Entendía que era fundamental estar con la gente para saber de un lugar.
Sin dudarlo, Ricardo le propuso ir al lago Espejo Chico para encontrarse con don Marcelino Matus, antiguo vecino y criollo de ley.
No le fue fácil desprenderse al funcionario por un rato de los custodios, que accedieron de mala gana. De todos modos quedaron siempre en alerta en la camioneta.
Ningún desacertado Ricardo. Don Marcelino era una garantía en todos los sentidos.
Hospitalario y poseedor de un trato respetuoso, siempre tenía a mano historias y mate para compartir. Y justamente su señora estaba cocinando tortas fritas. Más vale llegar a tiempo que ser invitado.
La conversación se centró en los modos de vida urbano y campestre. Se sucedieron las contadas, mientras circulaba el amargo. Hasta que aparecieron los custodios recordando que había llegado el momento del regreso.
Don Terence estaba exultante. Había logrado su cometido: disfrutar el paisaje y conocer gente linda de aquel hermoso sitio. Y en un rapto emotivo intenta obsequiarlo a don Marcelino.
– Me gustaría, don Marcelino, que acepte este modesto recuerdo de mi persona. Espero poder volver a encontrarme con usted y su señora.
Con gesto amable, don Marcelino le contesta:
– Gracias, don Terencio. El mejor recuerdo es haberlos conocido. Además, usted sabe… Los relojes son cosa de los pueblerinos. A ustedes les vienen bien los relojes. Nosotros, los del campo, preferimos ser los dueños del tiempo.
