Las funciones domingueras

Hace ya unos cuantos años Ricardo estaba de novio con Carolina. Muy enamorado el hombre, había alquilado una casita en el barrio Vega San Martín, por entonces en la salida de la localidad. Allí los tórtolos vivían su idilio casi sin complicaciones. La vida los favorecía: jóvenes, esperanzados, en medio de un lugar maravilloso, con proyectos personales y sociales solidarios. En fin, casi todo bien.

Y digo casi todo, porque nunca podemos alcanzar la perfección. Hay que decirlo, ambos tenían una característica: no se les daba por la movida eclesiástica. Haciendo uso de la libertad de conciencia, y aprovechando que la Santa Inquisición había pasado de moda, jamás pisaban una iglesia, ni concurrían al culto evangélico del barrio, ni acostumbraban a rezar el rosario. Eso sí, respetaban la fe de los demás. A su modo y buen entender, por supuesto.

Ricardo trabajaba intensamente de periodista alternando como siempre con su quehacer turístico, ambas sus pasiones. Carolina, trabajadora social, operaba como tal en instituciones locales, y a la vez completaba su formación. Y ambos durante la semana estaban muy ocupados en sus quehaceres. Por ello, el fin de semana era el tiempo del encuentro afectivo. Los dos eran de buen dormir. Debían reparar el desgaste energético intenso al que se entregaban.

Por otra parte, también el fin de semana era el momento en que otras personas elegían para sus actividades. Por ejemplo, y para hacerla corta, los fieles católicos concurrían a misa, y los Testigos de Jehová (éste era el caso) los utilizaban para hacer sus recorridas domiciliarias. No les cabía otra. Era el día que encontraban a los vecinos en sus casas. Aunque no siempre en estado de disponibilidad, claro está.

Lo cierto es que ya hacía varios domingos que dichos propagadores de la doctrina cristiana habían concurrido al barrio. Anunciándose con el timbre, ofrecían su publicación e intentaban convencer a Ricardo. Éste los atendió con cara de recién levantado, con su blonda melena desparramada y voz semi gutural, característica en sus despertares prematuros.

Se desarrolló en dichas oportunidades un diálogo de sordos. Los visitantes le proponían que leyera su publicación, concurriera al culto, y le hablaban de la salvación y la condenación. Ricardo, a la vez, (pues no se daban las partes respiro en sus respectivas alocuciones), les informaba que profesaba el ateísmo, que respetaba a los otros pero necesitaba que los demás hicieran lo mismo con él, que era un ardiente
defensor de la libertad de conciencia, entre otros argumentos que le surgían mientras urdía el modo de volver a su compartido lecho lo antes posible para reconciliar el sueño u otros menesteres.

El último domingo incluso, un tanto impaciente y luego de despedirse unilateralmente, les había cerrado la puerta en la cara.

Por eso aquél domingo, luego de atisbar a través de la ventana al oír el timbre se dispuso a atenderlos de modo más enérgico. Pero fue entonces que, anoticiada, Carolina se adelantó:

– Vos quedate acá que yo los atiendo.

Sorprendido Ricardo accedió a la voz imperativa de su pareja, que prestamente apartó las cobijas. Entonces, desempañada como estaba, es decir que no portaba ni siquiera paños menores, abrió la puerta de par en par, y con voz firme y sin mediar saludo alguno disparó:

– Necesito que les quede claro: los que habitamos esta casa los domingos a la mañana estamos totalmente ocupados en dos cosas: dormir y coger.

Y allí nomás cerró la puerta. Llamativamente, ningún visitante se adhirió a ninguna de las dos propuestas. Misterios de la fe.

Desde entonces y también misteriosamente cesaron las visitas domingueras.

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