Percepción automotríz

Don Jesús estaba cansado del maltrato institucional desarrollado por los dos agentes del orden del paraje.

Es que tanto don Eusebio como don Zenón se ensoberbiaban cuando les daba por reprimirlo, cosa que habitualmente ocurría los fines de semana.

Era entonces cuando don Jesús se procuraba su ración periódica de vino, luego del pago por su tarea como alambrador. Duro trabajo el de alambrador. Recorría los límites de la enorme estancia, reparaba los hilos caídos, afirmaba y reponía los postes y varillas. Desde bien temprano hasta bien tarde.

Para peor, Floreal, su viejo tostado, ya casi no le hacía al tranco.

Así era que don Jesús necesitaba escapar de la rutina como podía. Y lo hacía gracias al vino del fin de semana.

Se complicaba la cuestión porque con un par de vasos, porque más no necesitaba, a don Jesús se le daba por conductas rotuladas por los vecinos y la autoridad constituida, como alteraciones del orden público y las buenas costumbres.

Así, orinaba en los canteros de rosas de doña Eufrasia, o le espantaba los gansos de doña Isabel. Que para peor se enojaban y entraban a chillar y despertaban a todo el vecinaje.

Entonces, con una puntualidad digna de mejor causa, entraban a operar las fuerzas locales a cargo de la seguridad. Y de resultas de la intervención del cabo don Eusebio y del agente don Zenón, don Jesús daba con sus huesos en el puesto policial.

Allí, sobre un colchón que mostraba notorias evidencias de haber trascendido su tiempo de vida útil, dormía su mona. Y cuando se despertaba, le ordenaban que limpiara el recinto. Y nada de una barridita superficial. Iba con todo la cosa, incluso baldeo y plumereo de los estantes. Es que doña Pulcra, la encargada del tema en cuestión, se tomaba franco los sábados y domingos.

Resaltaba la vocación higiénica de don Eusebio y don Zenón.

Pero aquel fin de semana don Jesús había decidido desacatarse. Provisto de una damajuana a medio vaciar se hizo de una escalera y subió al tanque de agua de la escuela. Y allí procedió a dar cuenta del contenido etílico del recipiente que portaba.

Todo ello acompañado de insultos a la autoridad constituida. Bastante anárquica la cosa.

Inmediatamente se constituyó algo así como un coro a su alrededor. Un bando vecinal, encabezado por doña Isolina y don Apaciguado, entendían que no tenía sentido intervenir, que don Jesús tenía derecho a su dosis semanal de vino y a hacerlo en el tanque de agua de la escuela, que de última era un espacio público. Hidráulico pero público al fin.

El otro bando, que requería el desalojo, se dividía entre los que entendían que don Jesús corría peligro de caerse, dirigidos por don Prevenido Salazar, y los que exigían sanción por alterar el orden. Éstos eran capitaneados por don Represivo Espinoza.

Fieles a su perfil técnico, don Eusebio y don Zenón subieron al tanque de agua y procedieron descenderlo. Pero al intentar trasladarlo, se encontraron con que no estaba en condiciones de hacerlo por sus propios medios.

Recurrieron entonces a los servicios de doña Comedida, quién en un alarde de desprendimiento prestó su vieja carretilla.

Acomodado en el improvisado vehículo, se inició el periplo en pos del establecimiento de los uniformados. Allí aguardaba el viejo colchón.

Lo que se comprobó inmediatamente fue que la carretilla no tenía los services al día.

Concretamente, al faltarle engrase, emitía en su desplazamiento sonidos símil chirridos. Los que fueron captados por el sutil oído de don Jesús, quién, antes de caer en sopor, alcanzó a susurrar_

  • Por el ruido, debe ser una Cherolé.

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